Cada vez que un gobernante, un alto burócrata del sistema de justicia penal o ambos fracasan en su obligación de garantizar el derecho a la seguridad pública, su excusa predilecta es: la delincuencia es producto de la pobreza, el desempleo, la desigualdad en los ingresos u otra variable socioeconómica por el estilo.
Si este razonamiento se toma en serio y se asumen sus últimas consecuencias, para abatir la inseguridad habría que reducir - si no es que erradicar por completo - la pobreza, el desempleo o la desigualdad en los patrimonios y en los ingresos. Por tanto, al mismo tiempo habría que abolir a la policía, a los fiscales, a los jueces y a las prisiones, pues en estricta lógica el sistema de justicia penal es perfectamente superfluo.
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